John Ford (1 de febrero de 1894 – 31 de agosto de
1973) fue un director, actor y productor cinematográfico cosechador de grandes
éxitos en el género del western.
En 1913, se muda a Hollywood para
participar en las películas de su hermano Francis Ford -director,
guionista y actor en la Universal
Studios- como actor y ayudante de director. Desde 1917 empieza su
carrera, propiamente dicha, como director, elaborando películas mudas –sobre
todo westerns– para la Universal.
Logrando en 1924, su primer gran éxito: El caballo de hierro. Aún así, fue el
cine sonoro el que lo catapultó hasta la lista de los grandes directores del
cine, con películas como El Delator (1935), La Diligencia (1939), Las Uvas de la Ira (1940), Qué Verde Era mi Valle (1941) o El hombre Tranquilo (1952).
A finales
de los años treinta, en una época en la que casi ningún director de relevancia se
dedicaba a la realización de westerns –el propio Ford no había filmado ninguno
desde 1926–, el cineasta estadounidense descubre, en el Collier’s Magazine,
el relato de Ernest B. Haycox, Diligencia
para Lordsburg, sobre el que Dudley Nichols construiría el guión de La Diligencia (Stagecoach, 1939). Aunque la historia de Haycox no estaba demasiado
bien desarrollada para ser llevada al cine, Ford estima que sus personajes están
creados en base a unos matices muy interesantes y, pese a todo, compra los
derechos; pero, al tratarse de una película del Oeste –este género había
quedado prácticamente relegado a la serie B–, John Ford no encontraba ningún productor
que deseara entrar en el proyecto; hasta que, gracias a Walter Wanger, de la
United Artists, puede finalmente comenzar el rodaje en el Monument Valley –lugar
al que regresaría en numerosas ocasiones, hasta convertirlo en un paraje mítico–.
Fue pues, en 1939 cuando se puso a las
órdenes del equipo creativo de La
Diligencia, western que lo elevó a la categoría de leyenda y con la que,
este género adquirió una categoría superior –además, de ser la primera
colaboración importante que realizaba con John Wayne,
el que sería su actor fetiche a lo largo de toda su carrera–.
“Poesía, amor, odio, personajes estereotipados, morales y amorales que
aparentan lo que no son, un claustrofóbico espacio, Monument Valley y la magia
de Ford para describir el primer Gran Hermano de la gran pantalla”[1]. La diligencia es la
cumbre del cinema del Far West. Porque es uno
de los grandes filmes de la historia cinematográfica, realizada por uno de los
grandes maestros del cine; pero, sobre todo, porque en ninguna otra película están retratados
tan magistralmente todos los elementos que constituyen el Far West, género básico en la formación del cine actual.
La gran
aventura de la marcha hacia el Oeste es una más de las historias que se narran acerca
de la formación de los Estados Unidos. En su corta historia general –siguiendo toda la transformación desde la lejana
colonia de cazadores hasta convertirse en primera potencia mundial, en menos de
180 años–, el Far West es
una pequeña historia local. Sin embargo, el cine norteamericano ha sabido
convertir la conquista del Oeste en una verdadera canción de gesta, al más puro
estilo europeo. Todo lo que es el Far West y
su leyenda, con sus hombres y sus aventuras, está metido en una diligencia y
puesto a andar, correr y galopar por los grandes paisajes del Sur de los
Estados Unidos, y mostrados desde la visión del ojo del narrador clásico –con
el cuál nos podemos adelantar levemente a las acciones, pero siempre otorgando
un punto de vista lógico que no desentone con la narrativa clásica
hollywoodiense–.
De la misma forma que se produce en muchas
de sus otras narraciones, John Ford eboca combinando la grandeza de los
espacios abiertos, con la
rigurosa unidad espacial del carruaje, en el que, un pequeño grupo de nueve
individuos –representativo de lo que serían las bases de la civilización
norteamericana– se ven obligados a adentrase en a una peligrosa situación
límite: cruzar el territorio indio para llegar a Lordsburg durante el
alzamiento de uno de los más poderosos jefes indios, el temido Jerónimo. Semejante
coyuntura le permite al director abordar uno de sus temas más empleados, el
conocimiento y aceptación del Otro; pues, como en toda película de itinerario,
el trayecto físico comporta otro moral.
De esta manera, los componentes del
microcosmos norteamericano encerrado en la diligencia –el sheriff, el prófugo, el tahúr, el banquero, el médico
alcohólico, el viajante, la dama, la chica de mala reputación y el conductor de
la diligencia– no solamente se irán
mostrando tal y como son a causa de las trágicas circunstancias, sino que
además adquirirán conciencia de su propia personalidad, redescubriendo
simultáneamente el significado verdadero del concepto de sociedad. Cada mirada, cada verba nos dice algo más,
haciendo que la historia avance sin detenerse.
Los personajes se van encontrando, se mueven y se miran buscándose unos
a otros, en ese espacio tan pequeño, pero tan bien dibujado, en el que cada uno
de ellos tiene su sitio. Ese es el toque del maestro Ford, personajes de un bajo
estatus social que son capaces de representar los valores que más anhelaba: Valor, Lealtad y Camaradería. Un cine social de una época en la que la única ley era la pistola, en
la que los hombres luchaban por su vida y los caballeros defendían a las
hermosas damas.
El
director quiere mostrarnos los vicios de la sociedad americana, la hipocresía
burguesa y el lado más humano de los personajes ensalzando sus valores y
virtudes: la prostituta bondadosa que ayuda a la soberbia dama-madre después de
haber sido menospreciada por ella, el ingenuo delincuente fuera de la ley, el
médico borrachín que ayuda a dar a luz a pesar de no parecer ser el más
capacitado para tal menester. Personajes que fueron repudiados y sin un futuro
patente, huyendo sin saber hacia dónde dirigirse. Pese a todo, su lealtad está
fuera de toda duda. Como le dice Doc Boone (Thomas Mitchell) a Dallas (Claire Trevor) cuando son expulsados: “Somos
victimas de una horrible enfermedad llamada prejuicios sociales.”
A efectos genéricos, La Diligencia se caracteriza por su función de obra-puente, ya que
asimila ciertos aspectos de la tradición westeriana anterior –como ciertos
elementos iconográficos, por ejemplo los sombreros o las grandes pistolas– y,
por otro lado, asienta las bases
de los westerns del futuro –siendo lo
más destacable, la aparición de una densidad psicológica de los
personajes, desconocida hasta entonces dentro del género–. Igualmente son
rasgos del paso hacia la modernidad, las tomas filmadas desde el techo de la
diligencia, el uso del off visual –ligado al empleo de la
bada sonora para determinar en cada momento quién está mirando y quién es
observado–, el uso de la elipsis o el modo de ejecución de la secuencia del ataque de los
indios a la diligencia.
En este sentido, Ford vulnera sin problemas la
ley del cambio de eje –durante el ataque a la diligencia, se producen hasta
trece saltos de eje violentando los raccords de dirección y acción– con la única finalidad
de crear en el espectador la sensación de que los protagonistas vayan donde
vayan, no tendrán salida; pues todo indica –la orografía juega un papel
fundamental en esta determinación– que el carricoche ha entrado en un bucle en
el que sólo pueden correr en círculos mientras los indios se encuentran cada
vez más y más cerca.
La diligencia
corre por el gran valle vacío, negra en el interior del blanco desierto. Desde
la lejanía, la cámara hace un movimiento y en primer término entran de golpe,
vistos de espaldas, los indios que la acechan. La diligencia galopa
furiosamente, con los enemigos indios acechando a gran velocidad, hasta que
consiguen ponerse a los lados del vehículo y comienzan a atacarlo más
ferozmente. El relato de esta persecución se muestra alternando largos
travelling que siguen los movimientos de la diligencia, con los planos fijos de
lo personaje que van en su interior. Cada uno reacciona a su manera, mientras
tratan de defenderse a tiros. Es una de las maravillas del ritmo cinematográfico,
el montaje se hace cada vez más corto para conseguir que el ritmo resulte cada
vez más frenético. Cada plano tiene la duración estrictamente necesaria para
narrar la acción correspondiente, pero el ritmo viene marcado desde la naturaleza
de cada uno de los hechos que se suceden.
En el momento
en que el jugador cae muerto de un flechazo –mientras, en un alarde de su
caballerosidad y amor hacia la dama, había decidido matarla para evitar que los
indios le causaran cualquier daño–, suenan unas leves notas musicales
acompañadas del movimiento de la dama alzando su rostro y pronosticando, luego
ya junto con los clarines, la llegada del Séptimo de Caballería. Es un modo de
encajar la esperanza, que siempre se realiza de manera satisfactoria para confortar
el optimismo norteamericano. La escena cumbre se remata de manera cumbre, para
luego dar paso al enfrentamiento de Ringo con su pasado.
De idéntico modo, es necesario hacer
hincapié en que el filme de Ford es el precursor de una serie de avances asignados,
en cierta manera de forma errónea, a la película de Orson Welles, Ciudadano Kane (1940). Entre
ellos cabe destacar el empleo de la profundidad de campo obtenida a través de
la filmación con objetivos de gran angular, o el recurso a un menor número de fuentes lumínicas
artificiales merced al uso de emulsiones de mayor sensibilidad. Ello permitió
la composición dramática empleando iluminaciones laterales y planos
contrapicados que mostraban inusualmente los techos de los decorados.
La Diligencia no sólo obtendría un clamoroso
éxito, provocando el renacimiento de los westers, sino que también supondría un
antes y un después en la trayectoria cinematográfica de Ford, del género del oeste
y del discurso fílmico.
Luego de dirigir más de doscientos filmes
–entre los que cabe destacar, aquellos títulos en dónde se puede observar el
perfecto tándem creado junto con John Wayne– John Ford, es después de Griffith,
la imagen por antonomasia del cine americano. Sus películas se basan en una
lírica insuperable gracias a su perfecto cálculo en el tiempo de cada plano, de
cada secuencia. Por todo ello, hoy en día es uno de los directores más
reconocidos, tanto a nivel académico, como entre los otros “grandes del cine”. Así,
cuando a Orson Welles le preguntaron cuáles eran los tres
directores que más admiraba, el respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.
* Andrea Carleos, Mayo 2011