domingo, 25 de septiembre de 2011

M, el vampiro de Lang

En la ciudad alemana de Düsseldorf, un asesino de niñas anda suelto. Los padres asustados tratan de proteger a sus pequeñas, pero Hans Beckert, conocido por todos como “M”, tiene las cualidades adecuadas para realizar tal menester: comportarse con candidez con las pequeñas y de forma escurridiza con los mayores.

El título previsto en una primera presentación no era sólo “M”, sino «M, El Asesino Está Entre Nosotros». Un enunciado un tanto ambiguo en pleno auge del partido nazi, por lo que su posible alusión a Hitler, levantó tal susceptibilidad que fue obligada su modificación. Sin embargo, y a pesar de que este argumento ha sido empleado con frecuencia, es difícil que así sucediera puesto que, en esos momentos –alrededor del año 1931– tanto el nacionalsocialismo como Hitler gozaban de un gran prestigio; y, no podemos pasar por alto que este, como muchos otros filmes del autor, fueron escritos en colaboración con su esposa Thea von Harbou –novelista de éxito, directora, guionista y, muy especialmente, destacada militante del partido nazi–.

“M” es un temible asesino psicópata, pero en cierta manera también es mostrado ante el espectador como un ser condenado a convivir con sus “instintos”. No sabemos el porqué de su conducta, tan sólo que nos encontramos ante un criminal, con un cierto aniñamiento, que se esconde tras la apariencia de un hombre normal. Hans Beckert no se manifiesta como individuo de facto hasta la secuencia final, en la que sorprende con su conmovedor discurso ante el conglomerado de vagabundos y prostitutas que le dieron caza. Es entonces cuando descubrimos que el “monstruo” no es más que un perturbado mental, cuyas acciones tan sólo son empleadas con el fin de hacerse notorio –muestra de lo cual es la carta que le envía a las autoridades donde dice haber cometido los crímenes–. El hampa estaba preparada para hacer justicia, o más bien para llevar a cabo la ley del talión –garantizando su mandato en unos barrios que consideraba suyos–, pero la llegada de la policía evita la ejecución inmediata.

El característico nombre de nuestro asesino, le proviene de la inicial del apelativo “mörder” (asesino en alemán), marcado en su espalda con tiza, luego de que un vagabundo ciego lo reconozca a través de la canción que silba –En el Salón del Rey de la Montaña de Peer Gynt– y le indique a un muchacho que lo siga. El joven al verse falto de refuerzos, decide emplear esta técnica para que más tarde el asesino pudiera ser reconocido. He aquí el primer empleo de relevancia del sonido en el primer filme sonoro de Fritz Lang, pero su importancia no quedaría en esta simple anécdota.

A pesar de ser su primera obra sonora, Lang emplea el sonido, así como los silencios, con sorprendente precisión, aumentando la tensión dramática, al tiempo que usa audaces encadenados sonoros para crear puentes de transición entre diferentes escenas. Así, por ejemplo, cuando un grupo de ciudadanos “casualmente” se apiña para leer el cartel que anuncia la persecución del asesino, la voz que escuchamos es la del personaje que aparece en la escena siguiente sentado en un bar, leyendo en voz alta el periódico para sus compañeros. Aunque, por otra parte –y teniendo en cuenta que estamos en pleno auge del sonoro, M sorprende por su carencia de banda de sonido propiamente dicha. Aparte de los ruidos de las acciones –puertas, motores, pisadas, sirenas…–, la única música que se escucha son unos compases de En el Salón del Rey de la Montaña silbados por el asesino. Unas notas alegres y casi infantiles que, contradictoriamente, se convierten en obsesivas y simbólicamente violentas.

Relevante será también que el asesino cuenta, como una de las características principales, con su silbido, pero este será el que les abra los ojos a los ciudadanos –nunca mejor dicho, teniendo en cuenta que su delator es un pobre ciego–, siendo también unos silbidos los que lo perseguirán y le darán caza por las calles de Düsseldorf. El papel de los sonidos fuera de campo, es fundamental desde la secuencia inaugural, en la que, a través de un complejo sistema de metáforas y metonimias, la voz de la señora Beckmann –variando el nivel de la voz en off con respecto al lógico alcance que podría tener– hace que se multipliquen los sentidos del fragmento.

En esta escena, los niños se colocan en círculo –figura hermética con la que el espectador no tiene posibilidad de mirar hacia el exterior–, priorizando esta figura al máximo a través del empleo de un picado y con el movimiento de la niña. Aquí se comienza a usar el sonido con una determinada función: la apelación al asesino y a los hechos que se están sucediendo. La cámara comienza a moverse, se desplaza hacia arriba-izquierda con un travelling como si, metafóricamente, el canto de los niños ascendiera hacia el balcón en el que aparece una mujer –haciendo que el picado inicial se transforme en un contrapicado–. El sonido pasa al off. La mujer les riñe por cantar esa canción –ya que da la sensación de que los niños estuvieran atrayendo la mala suerte- pero, los niños hacen caso omiso de sus consejos y tan pronto se va, prosiguen con sus cánticos. El travelling busca a la mujer. Grita. Hay un silencio y regresa el canto. Luego, el plano se mantiene en el espacio que ocupaba la mujer –en este caso formando una especie de tiempo muerto- creando tensión emocional. De esta manera, Lang consigue hacer una vinculación de espacios sin recurrir al típico plano-contraplano.

Continuando con la narración, la mujer sube por las escaleras. Empleando la puerta como un encuadre, vemos como ésta y su vecina conversan sobre la canción anterior –siendo relevante el hecho de que mientras la mujer se queja por escuchar ese cántico, la vecina le replica que mientras lo oyen es que sus hijas están vivas–. Posteriormente, la cámara gira 180º y hace un contraplano no habitual ya que se recoge el movimiento de ambas. Se escucha como lava la ropa –y se ve– y luego entra en acción el reloj de cuco y su característico sonido. Este plano se va a fundir –a través del sonido– con una campana que nos lleva –en esta ocasión a través del montaje visual– a la puerta del colegio. La mujer está esperanzada y aterrada en la espera de su hija. Al escuchar el cuco, deja de lavar y se pone a hacer la comida. Comienza a preparar la mesa y de nuevo se emplea un elemento circular, el plato de Elsie.
  
La idea de “espera” se presenta entre la espera de la madre en casa y la ausencia de la hija que nunca llegará. La niña es alertada por las sirenas y la policía que la ayuda a cruzar, pero luego empieza a botar la pelota –simbolismo– y ese momento desenlazará en la tragedia. Visualmente se construye una rima con el movimiento de su madre, a la  que vemos a la inversa pero desde el mismo punto. El director siempre emplea sus marcas de enunciación. Mientras se nos confía la cercanía del monstruo, la niña es a la que se muestra. La inconsciencia tropieza contra el peligro. ¿Quién es el asesino? M es mostrado por primera vez, aunque no directamente, sino a través de su sombra –estamos viendo simultáneamente dos metonimias y una metáfora-.

De esta escena, pasamos a la casa donde la madre está cada vez más intranquila. Este plano carece de sonido, lo que hace más relevante que inmediatamente escuchemos unas niñas subiendo por las escaleras. La madre sale a recibirla, pero ella no llega. No se nos permite ver el hueco de la escalera, haciéndonos volver al exterior donde él le regala el globo a la niña. Suena su silbido representativo, con la cámara elevada para mostrar mejor el globo. Es un juguete festivo, pero en realidad representa a una bomba a punto de explotar.

Llega el cartero, ilusionando a la madre, pero la niña no aparece y por primera vez, el director nos permite observar el tinglado marcadísimo y geométrico de las escaleras acompañado por un distorsionado sonido repleto de tensión –simbolismo de nuevo de la ausencia, con el que Lang se adelanta a la representación de la ausencia-muerte del holocausto de la Segunda Guerra Mundial–. Escuchamos los gritos desesperados de la madre llamando a Elsie. Se introducen sonidos desde el exterior por la ventana. Ella sigue gritando y se recupera el plano subjetivo de las escaleras –cuando ella ya no está– para acentuar la ausencia. Observamos una pregunta –¿Elsie?- y una respuesta –plano secuencia de las escaleras-, mientras hay dos miradas que se están superponiendo: la de la mujer y la del compositor obsesionado con la geometría.

El reloj marca la una y cuarto cuando ella mira, grita y se suceden una serie de planos de la ausencia –las escaleras, el tendal (con las ropas blancas de la niña representando la inocencia) o la silla vacía–, justificándolos no por la mirada de la mujer, sino por la extensión del dolor. Hemos pasado de una mirada en la que se mantenía la ausencia, a una construcción de no-lugares. Una llamada que se va convirtiendo en un signo abstracto. Una metástasis del dolor y de la ausencia que se expande por todo el edificio.

No se nos ha mostrado nada con carácter sexual explícito, pero la pulsión esquizoide de M está materializada en su silbido. La sábana blanca y la prenda del fondo ya es una representación simbólica del aspecto sexual de la historia. Esta imagen es la irrupción pura de la metáfora. No vimos a la niña, pero la representa. Después de esta expansión volvemos a la casa, pero ahora a través del carácter metafórico de los elementos, recogiendo todo el dolor del seno materno. Después, la muerte. Pero, una vez más, nos aproximamos a ella a través de una metáfora: primero se va a un plano vacío cargado de vida –matorrales– para dar paso a un plano de la pelota que engarza con el del muñeco – el mito de Eros y Tánatos sería perfecto para da significado a esta secuencia–. Finalizando con un choque de líneas producido por la horizontalidad del movimiento de la pelota y la verticalidad de los postes de luz.

En lo correspondiente a su aspecto visual y narrativo, M sorprende por su audacia innovadora; más aún teniendo en cuenta que muchos de sus movimientos de grúa o sus travellings fueron realizados con medios muy precarios. La imaginación del cineasta parece no tener límites. La primera secuencia (de la que se habló anteriormente), representada a través de veintisiete  planos –y unos 8 minutos– todavía es usada hoy en día como muestra de la verdadera concisión y eficacia.

El expresionismo está presente en la obra a través de la elaborada fotografía pero también, a partir del retrato que hace de la sociedad. La persecución paralela que inician la policía y los mendigos aparece a modo de una inversión de los papeles, muy próxima a la de ciertas obras teatrales de Bertolt Brecht. El asociacionismo mendigal, su organización y su ordenada distribución de tareas, resulta una clara parodia del modelo establecido por la sociedad burguesa. 

Se conoce que este film tuvo hasta tres versiones. La versión original de M, en el momento de su estreno, tenía una duración de 117 minutos. Posteriormente, en 1960, su productor, Seymur Nebenzahl, presentó una nueva versión de 99 minutos, parcialmente remontada y con una mayor presencia de la música de Grieg –los títulos de crédito originales eran mudos y en ellos no aparecía el nombre de los actores–. La actual reedición, cuenta con 105 minutos en los que se incluyen dos significativos planos finales: uno con el tribunal de justicia leyendo el veredicto, y el otro con la madre de la fallecida Elsie, sentada junto con otras dos mujeres –las tres vestidas de riguroso luto–, dirigiéndose directamente al espectador y afirmando que ninguna sentencia podrá conseguir que esos niños vuelvan a la vida, por lo que el deber de las madres es cuidar más a los hijos.

La originalidad, rigor y precisión de M resultan admirables, de la misma forma en que su radical modernidad ha hecho que supere con éxito el paso del tiempo.

*Andrea Carleos, Enero 2011

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