jueves, 25 de agosto de 2011

Paradigma del Desconcierto o la Importancia de la Apariencia en Charada

En el cine, como en cualquier otra arte, no existe nada más emocionante para el espectador que asistir al homenaje que un gran maestro le rinde a otro. Charada es precisamente eso: el testimonio de la profunda admiración que Stanley Donen sentía por Alfred Hitchcock.

El personaje de Cary Grant en Charada, recuperara un tanto el espíritu de Roger Tornhill, aquel misterioso hombre que, en Con la Muerte en los Talones, había sido confundido con un tal Jonathan Kaplan y por ello era perseguido. El tándem Donen-Grant supo darle la vuelta a esta situación, evitando que se perdiera ese aire atolondrado y jetorro que caracterizaba a Thornhill en la obra hitchcockriana. En este caso, sería el propio Peter Joshua el que opta por ir saltando de un nombre a otro cada vez que Regina Lampert descubre su falsa identidad. Es el caballero que afronta las peripecias sin perder la compostura, haciendo profesión de su atrayente descaro. Nos transmite confianza, pero a la vez representa alguien del que no se puede uno fiar. El desconcierto se crea en esta historia no sólo a través del aturdimiento de la protagonista, si no también a partir de la confusión que se le platea al propio espectador al ver que el tal Joshua, tal y como haría un verdadero camaleón, es capaz de ir transformándose una y otra vez en aquella persona que necesita ser, sin darnos ni una sola pista de quién realmente es. Porque ése, a fin de cuentas, es el Tema de Charada: la necesidad de mentir para conseguir aquello que deseamos. “¿Por qué la gente tiene que mentir?”, pregunta Regina en una ocasión, a lo que Joshua le contesta sin el menor asomo de arrepentimiento: “Normalmente, porque desea algo y teme que con la verdad no lo consiga”.

Bajo el amparo de una palabra como “charada”, Donen proclama la fatuidad de nuestras ambiciones asentando un juego de palabras, un enigma integrado en una persona concreta, o más bien en un personaje que va modificando su identidad de una escena a otra, evitando así ser desenmascarado. Stone y Behm, los autores del guión, nos presentan una continuidad de tramas enredadas que respetan en todo momento las reglas del cine de intriga y suspense. Buscan al Hitchcock de Con la Muerte en los Talones en cada una de las situaciones representadas y a través de la puesta en escena; a la vez que van creando un misterio que no se revela hasta los últimos momentos de la historia.

El diseño global del film crea con su travieso montaje una clara necesidad de mentir. Desde los títulos de crédito, con sus ágiles y brillantes ondulaciones, se anuncia una historia colorista y puramente matemática, una propuesta vertiginosa en la cual se combina la sutilidad y la malicia. La producción de la película gira en torno a esa revisión irónica que Donen deseaba realizar de las películas de crímenes y maleantes. Nunca se llega a un estadio de angustia completa, pero todo parece perfectamente calculado para que el espectador no pueda huir del desconcierto y las penalidades de la protagonista. La “apariencia” está presente en todo momento. Hay matones siniestros y asesinatos retorcidos, pero la representación de los malos se acerca –eso sí– con mucho estilo a lo caricaturesco; mientras que los muertos se presentan como una especie de guiñoles refinados. Todo ello, tan maniqueo y transparente, nos remite al decorativismo, a la composición escénica, al artificio narrativo y al movimiento totalmente predeterminado de los musicales. En Charada no hay bailes ni canciones, pero la deuda que Donen tenía con ese género se plasma en prácticamente todos los componentes de la película.

Stanley Donen rueda con una cámara aparentemente ágil, pero controladora, determinando en cada plano lo que el espectador debe ver; tan profundamente astuta como aparentemente desconcertada. Es el comportamiento de ésta, en realidad, el mayor engaño del film. Pero también son engañosos, en tanto que sugieren una contundencia dramática que no consigue establecerse, los distintos escenarios en los que se desenvuelve la historia: desde el peligroso tejado en el que se produce la pelea entre Grant y Kennedy, hasta el patio de butacas en el que se oculta Hepburn. Y sobre todo, el mayor embuste se esconde en el vestuario de Regina Lampert. Especialmente disparatado, teniendo en cuenta las circunstancias, es el modelo naranja que lleva nuestra protagonista en la huida por el metro parisino. El color elegido para su vestimenta hace que pueda ser reconocida incluso por el mayor de los miopes. Pero Audrey Hepburn no permite que se de el menor grado de incoherencia, del mismo modo que Cary Grant es capaz de ducharse de la forma más natural sin haberse aflojado ni siquiera la corbata. Es a partir de ese desafío implícito, o no tan implícito, dónde la verosimilitud sirve de guía a una narración, en la que desde el comienzo, sabemos que nada es lo que parece ser, pero que nos logra posicionar ante una bifurcación entre la verdad y la mentira, lo real y lo aparente.

Al estar frente a Charada nos encontramos un thriller realizado con mano firme y maestra, provisto de un sentido de la comedia y del humor impagable. Una charada con todas las de la ley, en la que a cada golpe de guión se nos presenta una nueva sorpresa, un inesperado giro de la historia. Debido a la estricta simbiosis que existe entre el título del film y los secretos que guarda esta historia, el espectador, junto con Regina Lampert, permanecerá desorientado desde el momento en que Regina descubra que a quién ella conocía como Peter Joshua, es Alexander Dyle, para luego convertirse en Adam Canfield y terminar siendo en realidad, la persona menos esperada, aquel que a ninguno se nos pasaría por la cabeza imaginar: Brian Cruikshank, el verdadero embajador de los Estados Unidos. Por ello, sólo a través de la resolución del acertijo que Charles Lampert dejó en aquellas pertenencias que le acompañaban cuando fue asesinato, podremos llegar a la anagnórisis. La apariencia nos confunde, nos lleva a creernos cada una de las mentiras que el supuesto Peter Joshua va dejando a su paso, ya que como le decía Regina Lampert: “Tú mientes en cualquier postura”. Como todos.

La puesta en escena de las últimas escenas es absolutamente brillante. En ella se reunen todos los elementos que han sido el soporte fundamental de la historia, a la par que se emplea como colofón de todo el misterio que se ha ido sembrando a lo largo de los 105 minutos anteriores. Estamos sólo a unos segundos de descubrirlo todo. Pero, gracias al desenmascaramiento del que decía ser el embajador de los Estados Unidos y que en realidad era, nada más y nada menos, el supuesto fallecido, Carlson Dyle; hemos vivido una experiencia climática. Debido a estas circunstancias, el espectador no se imagina lo que todavía le tiene guardado esta historia.

En estos últimos minutos, la cámara cumple con la máxima de que el espectador siga la trayectoria de Regina Lampert, la cual ha decidido devolver los sellos que había robado su marido. Regina sabe que, a estás alturas, puede confiar en Adam, pero para nosotros sigue siendo un ladronzuelo al que lo único que le importa es hacerse con el botín; por este motivo y dado que nuestra protagonista también es consciente de esto, lo que debe hacer en estos momentos es evitar por todos los medios que él trate de influir maliciosamente en ella. Es en este preciso instante –tras el corte de la escena en la que Regina y Adam regresan en taxi y se da paso a su llegada a la embajada– en el que el espectador está en vilo por ver cómo se resolverá finalmente el caso, y, por ello, es aquí donde Donen saca toda la artillería y vuelve a confundir al espectador. Su táctica: el empleo de la doble puerta. Donen introduce a los protagonistas en una sala en la que a vista de todos existen dos puertas. Hace entrar a Regina, en solitario, por una de ellas que la dirige junto a la recepcionista del Sr. Cruikshank. Mientras que, y sin que nadie lo percibiera, Adam Canfield cruza el umbral de la otra puerta introduciéndose en la habitación contigua a la que ocupa Regina. Esta puesta, se constituirá como la destructora de toda la intriga y se alzará de esta manera con el título de “puente hacia el conocimiento absoluto”.

Adam Canfield es en realidad Brian Cruikshank, un hombre que ha estado fingiendo ser quién en realidad no era durante toda la historia, ya que sólo así sería capaz de alcanzar lo que anhelaba: descubrir quién mentía y quién decía la verdad, quienes eran los culpables y quienes los inocentes. El diálogo que sigue está enmarcado en el momento en que Regina abre la puerta y ve a Cruikshank sentado tras el escritorio del despacho. En esta situación ella le dice: “Esto si que es el colmo. Eres un cínico. El hombre más embustero que he conocido.” A lo que él argumenta “¿Embustero? Creí que te alegraría saber que no soy un criminal.”. Sin duda este diálogo representa la síntesis de la esencia de Charada; pero, tras esta réplica, vendría otra constituida por la que, posiblemente, sea la frase más reveladora de toda la película –quizás no del argumento, mas sí de sus motivaciones– “Has dicho tantas mentiras que ahora no sé si creerte. ¿Cómo sé que no estás mintiendo?”. Nadie puede saber cuando alguien miente o cuando dice la verdad. La verdad es una palabra con un significado tan amplio, que en la mayor parte de las situaciones cada uno pretende crearse su propia verdad. En Charada, la verdad no es lo relevante. Lo verdaderamente relevante es la verosimilitud. La capacidad que tiene la apariencia para hacernos pensar cosas que no son y que, como en esta ocasión, nos llevan a un profundo desconcierto.




*Andrea Carleos, 17 de Mayo de 2010


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