Cecil Blount De Mille
(Ashfield, 1881 - Hollywood, 1959) fue un director y productor cinematográfico recordado
especialmente por sus superproducciones de epopeyas históricas y religiosas,
tales como Los Diez Mandamientos
(1923) o Rey de Reyes (1927). Nacido
en el seno de una familia creativa, en 1900 se subió a las tablas para interpretar algunas obras en Broadway (A
Repentance, To Have and to
Hold, Hamlet, My
Wife’s Husbands) lo que lo llevó a formar parte, entre otras, de la
compañía de Mary Pickford. Durante esa década y en las posteriores, se dedicó a
producir y dirigir algunas obras (The Bohemian, The Mikado, The Marriage Not) y a escribir
otras de forma individual o bien, en compañía de su hermano, el también artista
William C. De Mille (Son of the Winds, The
Stampede, The Royal Mounted, After
Five, Church Play).
Estas prácticas le ayudaron a alcanzar la suficiente experiencia para llegar a
conocer bien la puesta en escena, la dirección de actores y todo lo referente
al mundo del espectáculo.
En 1913 decidió crear una empresa de
producción denominada Jesse L. Lasky Feature Company, para la que contó como
socios con Samuel Goldwyn y Jesse Lasky y que poco después se fusionó con la
Famous Players para dar lugar a la Famous Players Lasky. Esta plataforma le
abrió las puertas a su carrera como director y guionista a partir de películas como
El mestizo o La llamada del Norte (ambas de 1914), contando con la ayuda
de Alvin Wyckoff como operador de cámara.
De Mille, desde sus comienzos, se preocupó
por las historias que estaba contando, mostrándose siempre atento en todos los
procesos de creación, desde el guión a la forma de representación. En este
sentido, formó parte del reducido grupo de realizadores que, desde los inicios
del arte cinematográfico, se posicionaron del lado de la búsqueda de la
estructura narrativa más eficaz para la consecución del relato y el empleo,
para ello, de aquellos recursos que se consideraran más adecuados para la
obtención de la mayor expresividad.
Entre 1910 y 1920, De Mille decidió trabajar
en base a una serie de temas más comprometidos que evolucionaran desde la
comedia simple a aquella otra que ahondaba en los problemas de pareja,
presentados desde un punto de vista conservador pero, añadiendo una buena dosis
de crítica hacia los convencionalismos sociales. La Marca Del Fuego (The Cheat, 1915) es
una obra dura e impactante debido a la crudeza a la hora de presentar algunas
situaciones –teniendo en cuenta la época en la que se produce–, dado que la
trama se basa en un escándalo que se produjo en la alta sociedad con el que se pone en jaque el honor de una
dama, la cual traicionó la confianza de su marido malgastando a manos rotas su
dinero.
La historia nos
presenta al Richard Hardy, un hombre trabajador y honrado, el cual está casado
con Edith Hardy, una mujer derrochadora e impulsiva, la cual día tras día se
encarga de malgastar el dinero que tan duramente gana su esposo en la compra de
ropa o bien en sociedades benéficas –todo ello aconsejada por el inquietante
Sr. Arakau–. Por si esto no fuera suficiente, un día la Sra. Hardy invierte
todo el dinero de la sociedad benéfica en la bolsa y lo pierde. En ese momento,
el posesivo Sr. Arkau, se desenmascara y se ofrece a ayudarla con la condición
de que ella pase a convertirse en una más de sus propiedades –no dudando “en
sellarla” como hace con sus otros bienes–.
El relato se
desenvuelve en base a diversos temas relacionados con el engaño, la extorsión o
la obsesión, los cuales asentados sobre una relación amorosa toman como contrapunto
la temática del tener que cargar con las culpas ajenas, el peso de la
conciencia, el perdón y la redención
final. Debido a ello, el espectador se encuentra frente a una historia muy
intensa en lo que se refiere dramatismo, el cual, se muestra acompañado de
situaciones trágicas y acciones que, debido a sus malas intenciones, consiguen
dañar la moralidad de una mujer errática y terminar con la confianza que su
esposo había depositado en ella, a pesar de que luego acaba demostrando la
incondicionalidad de su amor.
Desde la
perspectiva técnica, La Marca Del Fuego
destaca por su iluminación selectiva y por el uso de un montaje vanguardista,
con el que se consigue una perfecta continuidad cinematográfica en donde los
planos se conectan entre sí logrando una gran compactación y fluidez entre las
distintas secuencias. Además, pese a la sencillez con la que se definen ciertas
cuestiones del guión y a la sobreactuación típica y habitual en las obras de
esta época, los actores consiguen expresarse a través de sus gestos, mientras
que a partir de la dirección y el desarrollo narrativo mantienen expectantes al
espectador.
Aún en ausencia de
las palabras “sonoras”, a estos personajes se les entiende todo, desde lo que
quieren decir a lo que quieren hacer –que, generalmente, no es exactamente lo
mismo–. La Marca Del Fuego es una
incipiente muestra del cine clásico, el cual, con tan sólo cincuenta y ocho
minutos, logra introducir las bases de lo que se venía gestando progresivamente
en los cortos de Griffith y en la multitud de propuestas cinematográficas que se
habían decantado por la dirección de una linealización del relato.
De Mille asume todos
aquellos progresos que se habían conseguido hasta el momento en iluminación, en
la dirección de los actores, en los raccords –muy empleados los raccords de
mirada durante la escena del juicio–, en el empleo de planos de distintas
escalas; y, una vez reunidos, les da forma en un intento de “modernizar” el
relato a través de una historia de engaños, centrada en el desarrollo de –sólo–
3 personajes, y con momentos dramáticos propios del Griffith de Lirios Rotos.
Se respira un aire
a modernidad en esta obra a través de una iluminación al más puro estilo
Rembrant –con la que se asentarían las bases del cine de Hollywood– o bien, por
la complejidad de la temática repleta de ironía dramática –debido a que buena
parte de la información se transmite a los receptores finales, los
espectadores, sin que esa información pase por los personajes–; pero, todavía nos
vamos a encontrar con algunos resquicios de la cinematografía más primitiva
especialmente en la puesta en escena – los actores todavía actúan de cara a la cámara,
sin mostrarse de espaldas y se le presenta desde planos muy estáticos–. Por ello,
prácticamente no hay espacio para los llamados fuera de campo.
Por último, otro
de los grandes impulsos que dará De Mille a favor de la formación del cine
institucional será el acto de exaltar la figura de la estrella, algo que hacía
poco, la productora de Zukor (Famous Players) había impulsado con la idea de obtener
una industria rentable y delimitar las líneas básicas del Nuevo Hollywood. La figura
de Fannie Ward queda así resaltada desde los inicios (“Fannie Ward in… The Cheat”), mostrándose su nombre incluso más
grande que el del título del film.
* Andrea Carleos, Abril 2011
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