domingo, 23 de octubre de 2011

Ford y su Diligencia


John Ford (1 de febrero de 1894 – 31 de agosto de 1973) fue un director, actor y productor cinematográfico cosechador de grandes éxitos en el género del western.

En 1913, se muda a Hollywood para participar en las películas de su hermano Francis Ford -director, guionista y actor en la Universal Studios- como actor y ayudante de director. Desde 1917 empieza su carrera, propiamente dicha, como director, elaborando películas mudas –sobre todo westerns– para la Universal.  Logrando en 1924, su primer gran éxito: El caballo de hierro. Aún así, fue el cine sonoro el que lo catapultó hasta la lista de los grandes directores del cine, con películas como El Delator (1935), La Diligencia (1939), Las Uvas de la Ira (1940), Qué Verde Era mi Valle (1941) o El hombre Tranquilo (1952).

A finales de los años treinta, en una época en la que casi ningún director de relevancia se dedicaba a la realización de westerns –el propio Ford no había filmado ninguno desde 1926–, el cineasta estadounidense descubre, en el Collier’s Magazine, el relato de Ernest B. Haycox, Diligencia para Lordsburg, sobre el que Dudley Nichols construiría el guión de La Diligencia (Stagecoach, 1939). Aunque la historia de Haycox no estaba demasiado bien desarrollada para ser llevada al cine, Ford estima que sus personajes están creados en base a unos matices muy interesantes y, pese a todo, compra los derechos; pero, al tratarse de una película del Oeste –este género había quedado prácticamente relegado a la serie B–, John Ford no encontraba ningún productor que deseara entrar en el proyecto; hasta que, gracias a Walter Wanger, de la United Artists, puede finalmente comenzar el rodaje en el Monument Valley –lugar al que regresaría en numerosas ocasiones, hasta convertirlo en un paraje mítico–.

Fue pues, en 1939 cuando se puso a las órdenes del equipo creativo de La Diligencia, western que lo elevó a la categoría de leyenda y con la que, este género adquirió una categoría superior –además, de ser la primera colaboración importante que realizaba con John Wayne, el que sería su actor fetiche a lo largo de toda su carrera–.


Poesía, amor, odio, personajes estereotipados, morales y amorales que aparentan lo que no son, un claustrofóbico espacio, Monument Valley y la magia de Ford para describir el primer Gran Hermano de la gran pantalla[1]. La diligencia es la cumbre del cinema del Far West. Porque es uno de los grandes filmes de la historia cinematográfica, realizada por uno de los grandes maestros del cine; pero, sobre todo,  porque en ninguna otra película están retratados tan magistralmente todos los elementos que constituyen el Far West, género básico en la formación del cine actual.

La gran aventura de la marcha hacia el Oeste es una más de las historias que se narran acerca de la formación de los Estados Unidos. En su corta historia general –siguiendo toda la transformación desde la lejana colonia de cazadores hasta convertirse en primera potencia mundial, en menos de 180 años–, el Far West es una pequeña historia local. Sin embargo, el cine norteamericano ha sabido convertir la conquista del Oeste en una verdadera canción de gesta, al más puro estilo europeo. Todo lo que es el Far West y su leyenda, con sus hombres y sus aventuras, está metido en una diligencia y puesto a andar, correr y galopar por los grandes paisajes del Sur de los Estados Unidos, y mostrados desde la visión del ojo del narrador clásico –con el cuál nos podemos adelantar levemente a las acciones, pero siempre otorgando un punto de vista lógico que no desentone con la narrativa clásica hollywoodiense–.

De la misma forma que se produce en muchas de sus otras narraciones, John Ford eboca combinando la grandeza de los espacios abiertos,  con la rigurosa unidad espacial del carruaje, en el que, un pequeño grupo de nueve individuos –representativo de lo que serían las bases de la civilización norteamericana– se ven obligados a adentrase en a una peligrosa situación límite: cruzar el territorio indio para llegar a Lordsburg durante el alzamiento de uno de los más poderosos jefes indios, el temido Jerónimo. Semejante coyuntura le permite al director abordar uno de sus temas más empleados, el conocimiento y aceptación del Otro; pues, como en toda película de itinerario, el trayecto físico comporta otro moral.

De esta manera, los componentes del microcosmos norteamericano encerrado en la diligencia –el sheriff, el prófugo, el tahúr, el banquero, el médico alcohólico, el viajante, la dama, la chica de mala reputación y el conductor de la diligencia no solamente se irán mostrando tal y como son a causa de las trágicas circunstancias, sino que además adquirirán conciencia de su propia personalidad, redescubriendo simultáneamente el significado verdadero del concepto de sociedad. Cada mirada, cada verba nos dice algo más, haciendo que la historia avance sin detenerse.  Los personajes se van encontrando, se mueven y se miran buscándose unos a otros, en ese espacio tan pequeño, pero tan bien dibujado, en el que cada uno de ellos tiene su sitio. Ese es el toque del maestro Ford, personajes de un bajo estatus social que son capaces de representar los valores que más anhelaba: Valor, Lealtad y Camaradería. Un cine social de una época en la que la única ley era la pistola, en la que los hombres luchaban por su vida y los caballeros defendían a las hermosas damas.

El director quiere mostrarnos los vicios de la sociedad americana, la hipocresía burguesa y el lado más humano de los personajes ensalzando sus valores y virtudes: la prostituta bondadosa que ayuda a la soberbia dama-madre después de haber sido menospreciada por ella, el ingenuo delincuente fuera de la ley, el médico borrachín que ayuda a dar a luz a pesar de no parecer ser el más capacitado para tal menester. Personajes que fueron repudiados y sin un futuro patente, huyendo sin saber hacia dónde dirigirse. Pese a todo, su lealtad está fuera de toda duda. Como le dice Doc Boone (Thomas Mitchell) a Dallas (Claire Trevor) cuando son expulsados: “Somos victimas de una horrible enfermedad llamada prejuicios sociales.”

A efectos genéricos, La Diligencia se caracteriza por su función de obra-puente, ya que asimila ciertos aspectos de la tradición westeriana anterior –como ciertos elementos iconográficos, por ejemplo los sombreros o las grandes pistolas– y, por otro lado, asienta las bases de los westerns del futuro –siendo lo  más destacable, la aparición de una densidad psicológica de los personajes, desconocida hasta entonces dentro del género–. Igualmente son rasgos del paso hacia la modernidad, las tomas filmadas desde el techo de la diligencia, el uso del off visual –ligado al empleo de la bada sonora para determinar en cada momento quién está mirando y quién es observado–, el uso de la elipsis o el modo de  ejecución de la secuencia del ataque de los indios a la diligencia.

En este sentido, Ford vulnera sin problemas la ley del cambio de eje –durante el ataque a la diligencia, se producen hasta trece saltos de eje violentando los raccords de dirección y acción– con la única finalidad de crear en el espectador la sensación de que los protagonistas vayan donde vayan, no tendrán salida; pues todo indica –la orografía juega un papel fundamental en esta determinación– que el carricoche ha entrado en un bucle en el que sólo pueden correr en círculos mientras los indios se encuentran cada vez más y más cerca.

La diligencia corre por el gran valle vacío, negra en el interior del blanco desierto. Desde la lejanía, la cámara hace un movimiento y en primer término entran de golpe, vistos de espaldas, los indios que la acechan. La diligencia galopa furiosamente, con los enemigos indios acechando a gran velocidad, hasta que consiguen ponerse a los lados del vehículo y comienzan a atacarlo más ferozmente. El relato de esta persecución se muestra alternando largos travelling que siguen los movimientos de la diligencia, con los planos fijos de lo personaje que van en su interior. Cada uno reacciona a su manera, mientras tratan de defenderse a tiros. Es una de las maravillas del ritmo cinematográfico, el montaje se hace cada vez más corto para conseguir que el ritmo resulte cada vez más frenético. Cada plano tiene la duración estrictamente necesaria para narrar la acción correspondiente, pero el ritmo viene marcado desde la naturaleza de cada uno de los hechos que se suceden.

En el momento en que el jugador cae muerto de un flechazo –mientras, en un alarde de su caballerosidad y amor hacia la dama, había decidido matarla para evitar que los indios le causaran cualquier daño–, suenan unas leves notas musicales acompañadas del movimiento de la dama alzando su rostro y pronosticando, luego ya junto con los clarines, la llegada del Séptimo de Caballería. Es un modo de encajar la esperanza, que siempre se realiza de manera satisfactoria para confortar el optimismo norteamericano. La escena cumbre se remata de manera cumbre, para luego dar paso al enfrentamiento de Ringo con su pasado.

De idéntico modo, es necesario hacer hincapié en que el filme de Ford es el precursor de una serie de avances asignados, en cierta manera de forma errónea, a la película de Orson Welles, Ciudadano Kane (1940). Entre ellos cabe destacar el empleo de la profundidad de campo obtenida a través de la filmación con objetivos de gran angular, o  el recurso a un menor número de fuentes lumínicas artificiales merced al uso de emulsiones de mayor sensibilidad. Ello permitió la composición dramática empleando iluminaciones laterales y planos contrapicados que mostraban inusualmente los techos de los decorados.

La Diligencia no sólo obtendría un clamoroso éxito, provocando el renacimiento de los westers, sino que también supondría un antes y un después en la trayectoria cinematográfica de Ford, del género del oeste y del discurso fílmico.

Luego de dirigir más de doscientos filmes –entre los que cabe destacar, aquellos títulos en dónde se puede observar el perfecto tándem creado junto con John Wayne– John Ford, es después de Griffith, la imagen por antonomasia del cine americano. Sus películas se basan en una lírica insuperable gracias a su perfecto cálculo en el tiempo de cada plano, de cada secuencia. Por todo ello, hoy en día es uno de los directores más reconocidos, tanto a nivel académico, como entre los otros “grandes del cine”. Así, cuando a Orson Welles le preguntaron cuáles eran los tres directores que más admiraba, el respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.

* Andrea Carleos, Mayo 2011


[1] PEREA, E.: La Diligencia de John Ford, El primer Gran Hermano televisivo. http://www.twakan.com/numero25/Pelisecreta25.htm


domingo, 9 de octubre de 2011

El Gran Dictador Chapliniano

El Gran Dictador (1940) se presenta como la primera película hablada de Charles Chaplin, y el film con el cual éste inicia su andadura por la temática dramática-realista que acompañará a sus obras posteriores.



Continuando la línea crítica iniciada con su anterior película, Tiempos modernos (1935), Chaplin elige para en esta ocasión uno de los temas más dramáticos y preocupantes de la primera mitad del siglo XX, el alzamiento de los regímenes totalitarios y la expansión del fascismo por toda Europa. Su planteamiento es firme desde el comienzo, lo que le acarraría grandes problemas a la hora de presentar el filme. Las causas son sencillas: Estados Unidos se mantenían neutrales respecto al conflicto y lo que menos deseaban es que esta película le pudiera traer consecuencias negativas con cualquiera de los países implicados en la futura guerra. Pese a las coincidencias que podemos ir descubriendo a lo largo del filme entre la dramatización y la realidad (por ejemplo: la invasión de Ostelrich por parte del ejército de Tomania y la invasión alemana de Polonia), el origen de la película se remonta al año 1938 cuando nada de esto había sucedido todavía.

Chaplin, estudió al dictador alemán Adolf Hitler durante dos años, con lo que el proyecto lo definió como un cóctel de drama, comedia y tragedia en la que se retrata la figura grotesca de un hombre que se cree un superhéroe y que piensa que sólo él tiene el don de la opinión y la palabra. De hecho, se emplea la figura de Hitler para realizar una continua parodia de las ideas políticas, culturales, sociales y económicas que defendía el nazismo; pero al mismo tiempo empleando una dualidad en el punto de vista, Chaplin es Hynkel pero también es el barbero.  

Desde el principio se muestran de forma  paralela las actividades del dictador Hynkel –y sus colaboradores en la sede del gobierno de Tomania– y las peripecias que sufre el barbero judío a su regreso al hogar tras estar varios años recluido en un hospital militar, en el que ha permanecido apartado de todo lo que estaba sucediendo en su contexto inmediato. Esta dualidad le es útil al actor-director para representar por un lado las miserables condiciones en las que viven los judíos en el gueto, mientras que por el otro podemos ver como Hynkel dispone de tanto tiempo libre que puede dedicarse a “jugar” con "su" globo terráqueo.  Además de esto, entre los personajes principales existe una gran diferencia:  mientras Hynkel basa toda su fuerza en el uso de la palabra, el barbero se crea a modo de un Charlot judío y silencioso. Este barbero, igualmente solitario e inocente, prácticamente no dice una sola palabra a lo largo de toda la historia, y cuando lo hace, su habla no tiene la menor relevancia con respecto al desarrollo de la acción.


Aunque Chaplin aún representaría un papel más, a él mismo. En el momento decisivo de la historia, Chaplin abandona su dualidad pretérita y toma la palabra como el verdadero Charles Chaplin lanzando un canto a la esperanza tan optimista como desesperado. Es la primera vez en la que un actor interrumpe un filme con un discurso personal y, sobre todo, más importante aún, teniendo en cuenta la época en la que lo emplea. En un primer momento la idea no era esa, pero mientras se grababa esta escena, los alemanes estaban ocupando Polonia, por lo que Chaplin se arriesgó, lo cambió y decidió posicionarse abiertamente. Pero además, deja patente que Charlot, el alter ego que lo hizo ser conocido internacionalmente a través de sus películas mudas, ha muerto. Su cine abandona el burlesco americano. Se aproxima de la comedia al mundo real. La máscara se retira. Bazin hablaba de la adherencia biológica en la relación de Chaplin con Charlot: los espectadores han visto evolucionar a Chaplin-Charlot, pero ahora ven a un Chaplin envejecido distanciado de Charlot.

El “payaso” se adelanta y nos mira en primer plano. Es un discurso sobrecogedor, no sólo para la época sino incluso para nuestros días. Chaplin no había cesado de ir hacia la innovación. A pesar de ser uno de los creadores de Hollywood, siempre estuvo la crítica, pero más la escenografía. Y su genialidad se hace patente cuando, con su guión, se burla de la forma de hablar de un dictador, el cual etimológicamente significa "el que habla". A buen entendedor, pocas palabras bastan.

Hynkel, el dictador de Tomania, es mostrado como un hombre egoísta, con un toque infantil y cierta carga de inseguridad. Al fin y al cabo, un ser incapaz de tomar decisiones de ninguna índole y menos aún de dirigir un país: la bola del mundo con la que juega en una de las escenas más destacables del film, acaba explotando, física y simbólicamente, en sus manos. Pero Hitler no es el único personaje real que se retrata por medio de las parodias en esta obra. El dictador de Bacteria –nombre simbólico donde los haya–, Benzino Napoloni, está claramente inspirado en el fascista italiano Benito Mussolini. Garbitsch (derivado del inglés garbage: basura), el secretario del interior y ministro de propaganda de Hynkel, es la representación fílmica de Joseph Paul Goebbels, ministro de educación popular y propaganda del gobierno nazi. Y, por último, el Mariscal Herring evoca al Mariscal Hermann Wilhelm Göring, responsable de las fuerzas aéreas y uno de los máximos dirigentes de la Gestapo. Al mismo tiempo, también se imitan símbolos de la época pero de nueva bajo una nueva a apariencia. Es el caso de la cruz gamada de los nazis, la cual aparece transformada en una doble cruz aprovechando un juego de palabras anglosajón que nos remite a la idea de estafar.

Con respecto al discurso, o más bien a los discursos que se van presentando a lo largo del filme, podríamos hablar de tres grandes momentos: el de Hynkel inicial, el que este emplea a mitad del filme y, por supuesto, el gran discurso final.

El inicial, se basa en la incomprensión de todo el discurso posterior. Hay que prestar atención a la comicidad y los paralelismos que se emplean. Es la presentación, a partir de la caracterización más perfecta del personaje. Es como que Chaplin trata de indicar que Hynkel se parece a Charlot –se trata también de un payaso–. Nos encontramos ante un juego de burla en el que se alcanza un nivel político a través de la voz. Un Chaplin que casi había sido mudo, rompe su silencio. En un discurso de Hitler, la forma era tan importante como el contenido, por lo que, para esta ocasión, se usa un marcado juego con la acústica, mientras se pone el acento en lo potencialmente humorístico. Todo ello se queda supeditado a los sonidos que emite Hynkel, al que sólo entendemos a través de la voz del traductor.

El discurso central es escuchado sobre la imagen del barbero cuando, tras la furia, Hynkel rompe la paz con el gueto. Charlot hace una especie de retorno para reproducir gestualmente los gritos de Hynkel. De esta forma, conviven voz y gestos en la misma imagen. La dificultad ha aumentado, pues hemos perdido al traductor y ahora nuestra comprensión se basa en los gestos del barbero-Charlot. La esterilización de la voz y el peso de la gestualidad vuelven a hacer una especie de movimiento sísmico que llega a concretar. Es la única manera de tenerlos a los dos en cuadro. Así el acoplamiento, la alternancia,  deriva en la culminación del discurso final –es el barbero hablando con la imagen de Hynkel–.

El último discurso, más que una crítica al fascismo y a los gobiernos totalitarios, es un canto a la esperanza, la democracia, la paz y la libertad. El mensaje del filme, claro y contundente, es subrayado por Chaplin en el mítico discurso final, organizado para celebrar la anexión de Ostelrich a Tomania. El dictador Hynkel es confundido con el barbero por sus propios hombres y este, tras el discurso del ministro de propaganda Garbitsch en el que dice - "Hoy en día, democracia, libertad y igualdad son palabras que enloquecen al pueblo. No hay ninguna nación que progrese con estas ideas, que le apartan del camino de la acción. Por esto, las hemos abolido. En el futuro cada hombre tendrá que servir al Estado con absoluta obediencia" - se ve obligado a dirigirse a una audiencia de millones de personas para transmitir en esta ocasión unos ideales bien distintos: 

"Lo siento pero yo no quiero ser un Emperador - ese no es mi negocio - no quiero gobernar o conquistar a nadie.  Me gustaría ayudar a todos si fuera posible, a los judíos, a los gentiles, a los negros, a los blancos. Todos queremos ayudarnos los unos a los otros, los seres humanos somos así. Todos queremos vivir por la felicidad de todos, no por la miseria de los demás. No queremos odiar y despreciarnos el uno al otro. En este mundo hay espacio para todos y la tierra es rica y puede proveernos a todos. El modo de vivir puede ser libre y hermoso, pero hemos equivocado el camino. La avaricia ha envenenado las almas de la gente.  Ha levantado barricadas de odio en el mundo; ha dado en nosotros un paso de ganso hacia la miseria y el derramamiento de sangre. Hemos desarrollado la velocidad pero nos hemos encerrado en las máquinas que nos dan abundancia, que nos ha dejado sin deseos. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos, nuestra inteligencia nos ha endurecido y quitado toda amabilidad. Pensamos demasiado y sentimos muy poco: Más que la máquina, necesitamos a la humanidad; más que a la inteligencia, necesitamos la bondad y la suavidad. Sin esas cualidades, la vida será violenta y todo estará perdido. El avión y la radio nos han acercado. La naturaleza misma de esas invenciones pide a gritos la bondad entre los hombres, clama la hermandad universal para la unidad entre todos nosotros. Incluso ahora, mi voz llega a millones en todo el mundo, millones de hombres desesperados, mujeres y pequeños niños, todos víctimas de un sistema que hace que hombres torturen y encarcelar a gente inocente. A todos los que pueden oírme les digo: "No se desesperen". La miseria que ahora cae sobre nosotros es sólo el pasar de la avaricia, la amargura de los hombres quienes temen el camino del progreso humano: el odio de los hombres pasará y los dictadores morirán y el poder que ellos tomaron de la gente, regresará a la gente y mientras que los hombres ahora mueren, la libertad nunca perecerá... ¡Soldado! - No te sometas a las bestias, los hombres que te desprecian y esclavizan - los que reglamentan tu vida, y te dicen qué hacer, qué pensar y qué sentir, los que te entrenan, los que te tratan como ganado, como carne de cañón. No te entregues a esos hombres desnaturalizados, hombres máquinas, con mentes de máquinas y corazones de máquinas. Tú no eres ganado. Tú eres un hombre. Ustedes tienen que tener amor por la humanidad, en sus corazones. Ustedes no odian - sólo lo hacen los desnaturalizados, sólo los desnaturalizados que no sienten amor. ¡Soldados! No luchen por la esclavitud, luchen por la libertad. En el Capítulo Diecisiete de San Lucas está escrito: "el Reino de Dios está dentro de los hombres"- no sólo un hombre - sino todos los hombres - en ti, en toda la gente. Tú, la gente, tienen el poder, el poder para crear máquinas, el poder para crear la felicidad. Tú, la gente tienen el poder de hacer la vida libre y hermosa, hacer de esta vida una maravillosa aventura. Entonces, en nombre de la democracia, vamos a usar ese poder - Vayamos todos unidos. Vamos a luchar todos por un mundo nuevo, un mundo decente que dé a todos los hombres una posibilidad para trabajar, que le dé un futuro, una vejez y seguridad. Prometiendo esas mismas cosas, las bestias han tomado el poder, pero ellos mienten. Ellos no cumplen su promesa, ellos nunca lo harán. Los dictadores se liberan pero ellos esclavizan a la gente. Vamos ahora a luchar para realizar aquella promesa. Vamos a luchar para liberar al mundo, para abolir las barreras nacionales, abolir la avaricia, el odio y la intolerancia. Vamos a luchar por un mundo de razón, un mundo donde la ciencia y el progreso conduzcan a la gente hacia la felicidad. ¡Soldados! ¡En el nombre de la democracia, unámonos! ¡Levanta la vista! ¡Levanta la vista! Las nubes se alzan - el sol se abre camino. Salimos de la oscuridad hacia la luz. Entramos en un mundo nuevo. Un nuevo mundo amable, donde los hombres se elevarán sobre su odio y bestialidad. El alma del hombre ha adquirido alas - y por, fin él comienza a volar. Él vuela hacia el arco iris -hacia la luz de la esperanza- hacia el futuro, ese glorioso futuro que le pertenece, me pertenece a mí y a todos nosotros. ¡Levanta la vista! ¡Levanta la vista!".

El mensaje es claro, por lo que el contexto político en el que se enmarca intentaría evitar por todos los medios que llegara a todos aquellos a los que tenía que llegar. La película sería prohibida rápidamente en Alemania –Hitler ya había prohibido las películas de Chaplin en el año 1937–, Italia y todos los países bajo su mandato; mas tampoco se estrenaría en Brasil, Argentina y Costa Rica, entre otros muchos países. En España, el filme quedaría inhabilitado hasta casi entrada de la democracia.

La planificación es exactamente igual –de forma claramente provocada, debido a las connotaciones que eso trae para el espectador– en el primero y el tercero, de tal manera que podrían ser intercambiables. Son como las dos caras de una moneda. La esterilización y la torsión de su voz es un sonido no estandarizado que busca el acercamiento al momento del éxtasis. Siendo una película contemporánea a Rebecca (Hitchcock, 1940), visualmente se muestra anticuada, ya que la evolución de Chaplin no seguía las innovaciones tecnológicas. En sus filmes, las escenas dan la sensación de una cierta inconexión, pero eso está provocado porqué es el quién rechaza la continuidad del montaje para poder moldear la realidad; aunque no desde el exterior, sino a través de impulsos visuales –hasta el momento no empleaba un guión diseñado con anterioridad, el sabía lo que quería contar y lo iba modelando a medida que lo creaba–. De esa forma, las secuencias aparecen como entidades independientes que se pegan, siendo esta especie de arritmia una de sus características más destacables.

El Gran Dictador se muestra como una película en la que, a pesar de estar localizada en una etapa sonora al completo, decide romper con lo establecido y mantener cierta dosis del pasado amado por Chaplin dándole cabida a algunas escenas silentes –en la barbería o en el baile de Hynkel con el mundo–. Es una película cargada de disonancias, de saltos de tono. Las secuencias parecen apuntalarse como pueden a los dos ejes narrativos principales –Hynkel y el barbero-, pero, sin dejar de ser esto cierto, no lo es menos que ciertas secuencias tratan de establecer una estructuración para soportar mejor el caos, de hecho es la primera obra en la que Chaplin incluye el guión.

Son en estas escenas, tales como la del barbero cortando al ritmo de la música y la de Hynkel jugando con la bola del mundo, donde el corte directo establece la cercanía, la cotidianeidad de cada acción con respecto a su protagonista. Son secuencias mudas que nos retrotraen al anterior tiempo de Chaplin y secuencias que nos muestran una rancia pantomima soportadas ambas por unas músicas muy bien seleccionadas. En el corazón de El Gran Dictador aún vive la etapa muda.

Luego de la tragedia vivida con la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo tras el conocimiento de las atrocidades cometidas en los campos de concentración, Chaplin confesaba que: "Si hubiera tenido conocimiento de los horrores de los campos de concentración alemanes no habría podido rodar la película: no habría podido burlarme de la demencia homicida de los nazis; no obstante, estaba decidido a ridiculizar su absurda mística en relación con una raza de sangre pura".

*Andrea Carleos, Enero 2011



domingo, 25 de septiembre de 2011

M, el vampiro de Lang

En la ciudad alemana de Düsseldorf, un asesino de niñas anda suelto. Los padres asustados tratan de proteger a sus pequeñas, pero Hans Beckert, conocido por todos como “M”, tiene las cualidades adecuadas para realizar tal menester: comportarse con candidez con las pequeñas y de forma escurridiza con los mayores.

El título previsto en una primera presentación no era sólo “M”, sino «M, El Asesino Está Entre Nosotros». Un enunciado un tanto ambiguo en pleno auge del partido nazi, por lo que su posible alusión a Hitler, levantó tal susceptibilidad que fue obligada su modificación. Sin embargo, y a pesar de que este argumento ha sido empleado con frecuencia, es difícil que así sucediera puesto que, en esos momentos –alrededor del año 1931– tanto el nacionalsocialismo como Hitler gozaban de un gran prestigio; y, no podemos pasar por alto que este, como muchos otros filmes del autor, fueron escritos en colaboración con su esposa Thea von Harbou –novelista de éxito, directora, guionista y, muy especialmente, destacada militante del partido nazi–.

“M” es un temible asesino psicópata, pero en cierta manera también es mostrado ante el espectador como un ser condenado a convivir con sus “instintos”. No sabemos el porqué de su conducta, tan sólo que nos encontramos ante un criminal, con un cierto aniñamiento, que se esconde tras la apariencia de un hombre normal. Hans Beckert no se manifiesta como individuo de facto hasta la secuencia final, en la que sorprende con su conmovedor discurso ante el conglomerado de vagabundos y prostitutas que le dieron caza. Es entonces cuando descubrimos que el “monstruo” no es más que un perturbado mental, cuyas acciones tan sólo son empleadas con el fin de hacerse notorio –muestra de lo cual es la carta que le envía a las autoridades donde dice haber cometido los crímenes–. El hampa estaba preparada para hacer justicia, o más bien para llevar a cabo la ley del talión –garantizando su mandato en unos barrios que consideraba suyos–, pero la llegada de la policía evita la ejecución inmediata.

El característico nombre de nuestro asesino, le proviene de la inicial del apelativo “mörder” (asesino en alemán), marcado en su espalda con tiza, luego de que un vagabundo ciego lo reconozca a través de la canción que silba –En el Salón del Rey de la Montaña de Peer Gynt– y le indique a un muchacho que lo siga. El joven al verse falto de refuerzos, decide emplear esta técnica para que más tarde el asesino pudiera ser reconocido. He aquí el primer empleo de relevancia del sonido en el primer filme sonoro de Fritz Lang, pero su importancia no quedaría en esta simple anécdota.

A pesar de ser su primera obra sonora, Lang emplea el sonido, así como los silencios, con sorprendente precisión, aumentando la tensión dramática, al tiempo que usa audaces encadenados sonoros para crear puentes de transición entre diferentes escenas. Así, por ejemplo, cuando un grupo de ciudadanos “casualmente” se apiña para leer el cartel que anuncia la persecución del asesino, la voz que escuchamos es la del personaje que aparece en la escena siguiente sentado en un bar, leyendo en voz alta el periódico para sus compañeros. Aunque, por otra parte –y teniendo en cuenta que estamos en pleno auge del sonoro, M sorprende por su carencia de banda de sonido propiamente dicha. Aparte de los ruidos de las acciones –puertas, motores, pisadas, sirenas…–, la única música que se escucha son unos compases de En el Salón del Rey de la Montaña silbados por el asesino. Unas notas alegres y casi infantiles que, contradictoriamente, se convierten en obsesivas y simbólicamente violentas.

Relevante será también que el asesino cuenta, como una de las características principales, con su silbido, pero este será el que les abra los ojos a los ciudadanos –nunca mejor dicho, teniendo en cuenta que su delator es un pobre ciego–, siendo también unos silbidos los que lo perseguirán y le darán caza por las calles de Düsseldorf. El papel de los sonidos fuera de campo, es fundamental desde la secuencia inaugural, en la que, a través de un complejo sistema de metáforas y metonimias, la voz de la señora Beckmann –variando el nivel de la voz en off con respecto al lógico alcance que podría tener– hace que se multipliquen los sentidos del fragmento.

En esta escena, los niños se colocan en círculo –figura hermética con la que el espectador no tiene posibilidad de mirar hacia el exterior–, priorizando esta figura al máximo a través del empleo de un picado y con el movimiento de la niña. Aquí se comienza a usar el sonido con una determinada función: la apelación al asesino y a los hechos que se están sucediendo. La cámara comienza a moverse, se desplaza hacia arriba-izquierda con un travelling como si, metafóricamente, el canto de los niños ascendiera hacia el balcón en el que aparece una mujer –haciendo que el picado inicial se transforme en un contrapicado–. El sonido pasa al off. La mujer les riñe por cantar esa canción –ya que da la sensación de que los niños estuvieran atrayendo la mala suerte- pero, los niños hacen caso omiso de sus consejos y tan pronto se va, prosiguen con sus cánticos. El travelling busca a la mujer. Grita. Hay un silencio y regresa el canto. Luego, el plano se mantiene en el espacio que ocupaba la mujer –en este caso formando una especie de tiempo muerto- creando tensión emocional. De esta manera, Lang consigue hacer una vinculación de espacios sin recurrir al típico plano-contraplano.

Continuando con la narración, la mujer sube por las escaleras. Empleando la puerta como un encuadre, vemos como ésta y su vecina conversan sobre la canción anterior –siendo relevante el hecho de que mientras la mujer se queja por escuchar ese cántico, la vecina le replica que mientras lo oyen es que sus hijas están vivas–. Posteriormente, la cámara gira 180º y hace un contraplano no habitual ya que se recoge el movimiento de ambas. Se escucha como lava la ropa –y se ve– y luego entra en acción el reloj de cuco y su característico sonido. Este plano se va a fundir –a través del sonido– con una campana que nos lleva –en esta ocasión a través del montaje visual– a la puerta del colegio. La mujer está esperanzada y aterrada en la espera de su hija. Al escuchar el cuco, deja de lavar y se pone a hacer la comida. Comienza a preparar la mesa y de nuevo se emplea un elemento circular, el plato de Elsie.
  
La idea de “espera” se presenta entre la espera de la madre en casa y la ausencia de la hija que nunca llegará. La niña es alertada por las sirenas y la policía que la ayuda a cruzar, pero luego empieza a botar la pelota –simbolismo– y ese momento desenlazará en la tragedia. Visualmente se construye una rima con el movimiento de su madre, a la  que vemos a la inversa pero desde el mismo punto. El director siempre emplea sus marcas de enunciación. Mientras se nos confía la cercanía del monstruo, la niña es a la que se muestra. La inconsciencia tropieza contra el peligro. ¿Quién es el asesino? M es mostrado por primera vez, aunque no directamente, sino a través de su sombra –estamos viendo simultáneamente dos metonimias y una metáfora-.

De esta escena, pasamos a la casa donde la madre está cada vez más intranquila. Este plano carece de sonido, lo que hace más relevante que inmediatamente escuchemos unas niñas subiendo por las escaleras. La madre sale a recibirla, pero ella no llega. No se nos permite ver el hueco de la escalera, haciéndonos volver al exterior donde él le regala el globo a la niña. Suena su silbido representativo, con la cámara elevada para mostrar mejor el globo. Es un juguete festivo, pero en realidad representa a una bomba a punto de explotar.

Llega el cartero, ilusionando a la madre, pero la niña no aparece y por primera vez, el director nos permite observar el tinglado marcadísimo y geométrico de las escaleras acompañado por un distorsionado sonido repleto de tensión –simbolismo de nuevo de la ausencia, con el que Lang se adelanta a la representación de la ausencia-muerte del holocausto de la Segunda Guerra Mundial–. Escuchamos los gritos desesperados de la madre llamando a Elsie. Se introducen sonidos desde el exterior por la ventana. Ella sigue gritando y se recupera el plano subjetivo de las escaleras –cuando ella ya no está– para acentuar la ausencia. Observamos una pregunta –¿Elsie?- y una respuesta –plano secuencia de las escaleras-, mientras hay dos miradas que se están superponiendo: la de la mujer y la del compositor obsesionado con la geometría.

El reloj marca la una y cuarto cuando ella mira, grita y se suceden una serie de planos de la ausencia –las escaleras, el tendal (con las ropas blancas de la niña representando la inocencia) o la silla vacía–, justificándolos no por la mirada de la mujer, sino por la extensión del dolor. Hemos pasado de una mirada en la que se mantenía la ausencia, a una construcción de no-lugares. Una llamada que se va convirtiendo en un signo abstracto. Una metástasis del dolor y de la ausencia que se expande por todo el edificio.

No se nos ha mostrado nada con carácter sexual explícito, pero la pulsión esquizoide de M está materializada en su silbido. La sábana blanca y la prenda del fondo ya es una representación simbólica del aspecto sexual de la historia. Esta imagen es la irrupción pura de la metáfora. No vimos a la niña, pero la representa. Después de esta expansión volvemos a la casa, pero ahora a través del carácter metafórico de los elementos, recogiendo todo el dolor del seno materno. Después, la muerte. Pero, una vez más, nos aproximamos a ella a través de una metáfora: primero se va a un plano vacío cargado de vida –matorrales– para dar paso a un plano de la pelota que engarza con el del muñeco – el mito de Eros y Tánatos sería perfecto para da significado a esta secuencia–. Finalizando con un choque de líneas producido por la horizontalidad del movimiento de la pelota y la verticalidad de los postes de luz.

En lo correspondiente a su aspecto visual y narrativo, M sorprende por su audacia innovadora; más aún teniendo en cuenta que muchos de sus movimientos de grúa o sus travellings fueron realizados con medios muy precarios. La imaginación del cineasta parece no tener límites. La primera secuencia (de la que se habló anteriormente), representada a través de veintisiete  planos –y unos 8 minutos– todavía es usada hoy en día como muestra de la verdadera concisión y eficacia.

El expresionismo está presente en la obra a través de la elaborada fotografía pero también, a partir del retrato que hace de la sociedad. La persecución paralela que inician la policía y los mendigos aparece a modo de una inversión de los papeles, muy próxima a la de ciertas obras teatrales de Bertolt Brecht. El asociacionismo mendigal, su organización y su ordenada distribución de tareas, resulta una clara parodia del modelo establecido por la sociedad burguesa. 

Se conoce que este film tuvo hasta tres versiones. La versión original de M, en el momento de su estreno, tenía una duración de 117 minutos. Posteriormente, en 1960, su productor, Seymur Nebenzahl, presentó una nueva versión de 99 minutos, parcialmente remontada y con una mayor presencia de la música de Grieg –los títulos de crédito originales eran mudos y en ellos no aparecía el nombre de los actores–. La actual reedición, cuenta con 105 minutos en los que se incluyen dos significativos planos finales: uno con el tribunal de justicia leyendo el veredicto, y el otro con la madre de la fallecida Elsie, sentada junto con otras dos mujeres –las tres vestidas de riguroso luto–, dirigiéndose directamente al espectador y afirmando que ninguna sentencia podrá conseguir que esos niños vuelvan a la vida, por lo que el deber de las madres es cuidar más a los hijos.

La originalidad, rigor y precisión de M resultan admirables, de la misma forma en que su radical modernidad ha hecho que supere con éxito el paso del tiempo.

*Andrea Carleos, Enero 2011