domingo, 19 de agosto de 2012

La ardiente huella de Demille


Cecil Blount De Mille (Ashfield, 1881 - Hollywood, 1959) fue un director y productor cinematográfico recordado especialmente por sus superproducciones de epopeyas históricas y religiosas, tales como Los Diez Mandamientos (1923) o Rey de Reyes (1927). Nacido en el seno de una familia creativa, en 1900 se subió a las tablas para  interpretar algunas obras en Broadway (A Repentance, To Have and to Hold, Hamlet, My Wife’s Husbands) lo que lo llevó a formar parte, entre otras, de la compañía de Mary Pickford. Durante esa década y en las posteriores, se dedicó a producir y dirigir algunas obras (The Bohemian, The Mikado, The Marriage Not) y a escribir otras de forma individual o bien, en compañía de su hermano, el también artista William C. De Mille (Son of the Winds, The Stampede, The Royal Mounted, After Five, Church Play). Estas prácticas le ayudaron a alcanzar la suficiente experiencia para llegar a conocer bien la puesta en escena, la dirección de actores y todo lo referente al mundo del espectáculo.



En 1913 decidió crear una empresa de producción denominada Jesse L. Lasky Feature Company, para la que contó como socios con Samuel Goldwyn y Jesse Lasky y que poco después se fusionó con la Famous Players para dar lugar a la Famous Players Lasky. Esta plataforma le abrió las puertas a su carrera como director y guionista a partir de películas como El mestizo o La llamada del Norte (ambas de 1914), contando con la ayuda de Alvin Wyckoff como operador de cámara.

De Mille, desde sus comienzos, se preocupó por las historias que estaba contando, mostrándose siempre atento en todos los procesos de creación, desde el guión a la forma de representación. En este sentido, formó parte del reducido grupo de realizadores que, desde los inicios del arte cinematográfico, se posicionaron del lado de la búsqueda de la estructura narrativa más eficaz para la consecución del relato y el empleo, para ello, de aquellos recursos que se consideraran más adecuados para la obtención de la mayor expresividad.

Entre 1910 y 1920, De Mille decidió trabajar en base a una serie de temas más comprometidos que evolucionaran desde la comedia simple a aquella otra que ahondaba en los problemas de pareja, presentados desde un punto de vista conservador pero, añadiendo una buena dosis de crítica hacia los convencionalismos sociales. La Marca Del Fuego (The Cheat, 1915) es una obra dura e impactante debido a la crudeza a la hora de presentar algunas situaciones –teniendo en cuenta la época en la que se produce–, dado que la trama se basa en un escándalo que se produjo en la alta sociedad  con el que se pone en jaque el honor de una dama, la cual traicionó la confianza de su marido malgastando a manos rotas su dinero.

La historia nos presenta al Richard Hardy, un hombre trabajador y honrado, el cual está casado con Edith Hardy, una mujer derrochadora e impulsiva, la cual día tras día se encarga de malgastar el dinero que tan duramente gana su esposo en la compra de ropa o bien en sociedades benéficas –todo ello aconsejada por el inquietante Sr. Arakau–. Por si esto no fuera suficiente, un día la Sra. Hardy invierte todo el dinero de la sociedad benéfica en la bolsa y lo pierde. En ese momento, el posesivo Sr. Arkau, se desenmascara y se ofrece a ayudarla con la condición de que ella pase a convertirse en una más de sus propiedades –no dudando “en sellarla” como hace con sus otros bienes–.

El relato se desenvuelve en base a diversos temas relacionados con el engaño, la extorsión o la obsesión, los cuales asentados sobre una relación amorosa toman como contrapunto la temática del tener que cargar con las culpas ajenas, el peso de la conciencia, el perdón y la  redención final. Debido a ello, el espectador se encuentra frente a una historia muy intensa en lo que se refiere dramatismo, el cual, se muestra acompañado de situaciones trágicas y acciones que, debido a sus malas intenciones, consiguen dañar la moralidad de una mujer errática y terminar con la confianza que su esposo había depositado en ella, a pesar de que luego acaba demostrando la incondicionalidad de su amor.



Desde la perspectiva técnica, La Marca Del Fuego destaca por su iluminación selectiva y por el uso de un montaje vanguardista, con el que se consigue una perfecta continuidad cinematográfica en donde los planos se conectan entre sí logrando una gran compactación y fluidez entre las distintas secuencias. Además, pese a la sencillez con la que se definen ciertas cuestiones del guión y a la sobreactuación típica y habitual en las obras de esta época, los actores consiguen expresarse a través de sus gestos, mientras que a partir de la dirección y el desarrollo narrativo mantienen expectantes al espectador.

Aún en ausencia de las palabras “sonoras”, a estos personajes se les entiende todo, desde lo que quieren decir a lo que quieren hacer –que, generalmente, no es exactamente lo mismo–. La Marca Del Fuego es una incipiente muestra del cine clásico, el cual, con tan sólo cincuenta y ocho minutos, logra introducir las bases de lo que se venía gestando progresivamente en los cortos de Griffith y en la multitud de propuestas cinematográficas que se habían decantado por la dirección de una linealización del relato.



De Mille asume todos aquellos progresos que se habían conseguido hasta el momento en iluminación, en la dirección de los actores, en los raccords –muy empleados los raccords de mirada durante la escena del juicio–, en el empleo de planos de distintas escalas; y, una vez reunidos, les da forma en un intento de “modernizar” el relato a través de una historia de engaños, centrada en el desarrollo de –sólo– 3 personajes, y con momentos dramáticos propios del Griffith de Lirios Rotos.

Se respira un aire a modernidad en esta obra a través de una iluminación al más puro estilo Rembrant –con la que se asentarían las bases del cine de Hollywood– o bien, por la complejidad de la temática repleta de ironía dramática –debido a que buena parte de la información se transmite a los receptores finales, los espectadores, sin que esa información pase por los personajes–; pero, todavía nos vamos a encontrar con algunos resquicios de la cinematografía más primitiva especialmente en la puesta en escena – los actores todavía actúan de cara a la cámara, sin mostrarse de espaldas y se le presenta desde planos muy estáticos–. Por ello, prácticamente no hay espacio para los llamados fuera de campo. 

Por último, otro de los grandes impulsos que dará De Mille a favor de la formación del cine institucional será el acto de exaltar la figura de la estrella, algo que hacía poco, la productora de Zukor (Famous Players) había impulsado con la idea de obtener una industria rentable y delimitar las líneas básicas del Nuevo Hollywood. La figura de Fannie Ward queda así resaltada desde los inicios (“Fannie Ward in… The Cheat”), mostrándose su nombre incluso más grande que el del título del film.

* Andrea Carleos, Abril 2011

lunes, 16 de julio de 2012

De Vacaciones con Monsieur Tati


Jacques Tati fue uno de los genios del humor cinematográfico más reseñables. Brillante al igual que Charles Chaplin o Buster Keaton, por cuyos trabajos se vio influenciado a lo largo de su obra en distinto grado. Como ellos, fue un artista que tanto podía interpretar, escribir o dirigir sus propios proyectos. Mas, pese a haber conseguido un gran éxito en Europa y América, su nombre nunca resonó con tanta fuerza como la obtenida por los otros dos. Quizá esto sea debido a su origen galo, a su empeño por mantener la independencia artística o a que su producción, atendiendo a los largometrajes creados, no fue tan extensa si la comparamos con la de Chaplin o Keaton –dado que Tati era un perfeccionista al que le gustaba madurar sus creaciones a lo largo de varios años–.

Con Las vacaciones del Sr. Hulot, sigue las desventuras, generalmente inofensivas, de Monsieur Hulot –interpretado por el propio Tati– y se procede a la introducción del bien intencionado fumador de pipa un tanto torpe, Sr. Hulot, que luego reaparecerá en distintos filmes de Tati, tales como Mi tío (1959), Playtime (1967) o Trafic (1971).

El memorable señor Hulot, con su figura alta y delgada, de andares extraños y gran flexibilidad; representaba a simple vista una apariencia más anglosajona que francesa, con su pipa, su sombrero, su gabardina y su paraguas/bastón –de los que nunca se desprendía, convirtiéndose en sus señas identificativas–. Hulot es un solterón de buen corazón y gran voluntad, muy educado, pero también extremadamente patoso y algo despistado e inoportuno.  Con él se reflejaba a la perfección a un tipo de hombre común, anodino, solitario e inadaptado, que intenta relacionarse con los demás, pero que no acaba de encajar en las reuniones sociales, donde constantemente es confundido.

El protagonista, pasa sus vacaciones de agosto en la playa de un pintoresco resort en Britania, a dónde llega al volante de su ruidoso y ruinoso automóvil rompiendo la tranquilidad del lugar, así como la de los demás veraneantes. Por lo que, desde el principio, sabremos a través de su presencia y su manera de conducir que se encuentra como pez fuera de la pecera. Con la obra, se busca satirizar algunos elementos retrógrados que caracterizaban a la policía francesa y a la burguesía de la época, a través de unos personajes que no son capaces de liberarse de sus rígidos roles sociales ni en el período de descanso y relajación. Además, se presenta una burla a la sociedad occidental de post guerra por permitir que su trabajo prime sobre su tiempo libre y que la tecnología tenga más peso que los simples placeres de la vida.

El flujo sonoro de un filme –en general– se caracteriza por el aspecto más o menos ligado y fluido entre sus distintos componentes, sucesivos y superpuestos o, por el contrario, más o menos accidentado y fragmentado en cortes secos, que bruscamente suspenden un sonido substituyéndolo por otro. La impresión general de éste flujo del sonido, es consecuencia no del montaje empleado o de la consideración de los componentes por separado, sino de la mezcla que se forma por la unión de todos ellos. Jaques Tati emplea efectos sonoros extremadamente puntuados y marcados, creados por separado y delimitados en el tiempo, cuya sucesión daría lugar a una banda sonora fraccionada y convulsiva, si no emplease para enlazar el conjunto, unos elementos de ambiente continuo –por ejemplo los ambientes “fantasmas”, como los juegos playeros–  que se emplean a modo de lazo de unión y disimulan las rupturas del fluir de los elementos.

Los sonidos consiguen evocar un “más allá de la imagen”. Por ejemplo, la escena playera –en la que se nos muestran a distintos (torpes) veraneantes con rasgos de preocupación mostrados en  sus caras– se ve reforzada por el ambiente sonoro que la baña. Un ambiente de juegos y gritos veraniegos que de verdad parecen haber sido captados durante un baño estival. La imagen nos resulta agobiante, mientras que el sonido nos aporta un toque de comedia. Se revela entonces un mundo donde adultos y niños se divierten, donde se escuchan reprimendas y llamadas. Sin el sonido –si sólo contásemos con la imagen– nada de ello sería expuesto.



Del mismo modo que esto sucede, la imagen se muestra a partir de una iluminación plana –tanto en los interiores, como en las escenas en exteriores–, mientras que el sonido, paralelo a los juegos, goza de diversos planos escalonados según la profundidad auditiva. Tenemos pues, en esta escena, dos percepciones de un mismo todo superpuestas –aunque determinados sonidos aparezcan también para animar y concretar ciertas acciones mostradas en imagen–. Estos dos universos están muy lejos de ser simétricos, ya que el uno está en la pantalla y puede ser nombrado –de hecho se incita al espectador a que lo haga colocando su punto de vista en una terraza desde la que Tati nos invita a observar la escena–; mientras que el otro, el sonoro, es el que no puede ser designado. Las frases pertenecientes a otros bañistas o niños las escuchamos  y quedan automáticamente registradas en nuestra memoria, pero nos damos de cuenta que  uno de los mundos tiene un carácter mucho más fantasmagórico que el otro: el del sonido.

Encontramos aquí un caso extraño ya que, no se comporta ni como un contrapunto, ni a modo de una aportación añadida, sino más bien como si de una especie de vaciado audiovisual se tratara, en el que el uno se divide por el otro –en vez de multiplicarse– y el cociente obtenido sugiere otra realidad.

El universo Tati es un mundo diáfano y delicado en el que a uno le gustaría perderse. Soleado y cristalino, parece creado a partir de la imaginación de la mente de un infante,  donde domina el candor y la ingenuidad, no existiendo espacio para la maldad. Por ello,  no debe sorprender la importancia de los niños, y de manera equiparable a los animales. Una de las secuencias que mejor recogen este hecho es aquella en la que un niño compra unos helados en un puesto de la playa. Es tan pequeño, que ni siquiera llega al mostrador y sólo se nos muestra su mano sujetando el dinero; después sube dificultosamente unas escaleras de piedra con un cucurucho en cada mano, provocando en el espectador una gran angustia al temer que se caiga, pero finalmente logra su propósito y su satisfacción es la nuestra.

Sin embargo, tras esta apariencia inocente e inofensiva, y de la forma más natural del mundo, Tati va construyendo su crítica contra la sociedad del momento –algo que se irá incrementando, y al mismo tiempo acentuando, en sus siguientes obras–. El autor, como un gran observador, es una especie de esponja infinita que absorbe todos los signos de su tiempo y los síntomas de la naturaleza humana.  Sus personajes, rozando la caricatura, son estereotipos absolutamente reconocibles en cualquier civilización industrial avanzada, radicando en este hecho, el gran poder de vinculación con el espectador. 



La línea argumental se antoja simple, pero es una falsa impresión. A partir de la entrada del Señor Hulot en un entorno que le es ajeno, se ofrece la posibilidad de enlazar una serie de divertidos gags visuales –en la línea del slapstick– que demuestran un minucioso estudio de los mecanismos e influencias de la comedia. Tati piensa en imágenes, haciéndonos asistir a un continuo discurrir, dinámico, fresco y transparente.

Algunos de los habilidosos gags a los que Hulot recurre en esta obra,  tienen como protagonista el deporte. Uno de ellos se produce durante un partido de tenis, cuando él vence a todos sus rivales sin haber jugado antes, tan sólo limitándose a repetir una serie de movimientos.

Las Vacaciones del Señor Hulot, a pesar de ser una película sonora, podría ser considerada como una especie de prolongación del cine mudo, por la abundante mímica que emplean los personajes para mostrarnos sus sentimientos, llegando incluso a sustituir a la palabra hablada en determinadas ocasiones. En esta obra, apenas hay diálogos en el sentido habitual del término. Las conversaciones que escuchamos, así como los murmullos, frases aisladas, exclamaciones o asentimientos rudimentarios en ocasiones casi incomprensible, forman parte del ruido ambiental, de esa “banda sonora” donde también confluyen una iterativa pieza musical y la destacada profusión de sonidos producidos por la acción, tales como choques, golpes o crujidos. Esta concepción de lo sonoro reafirma esa sensación de retrato coral del entorno  llegando marcada por los distintos elementos que se congregan en la trama.

* Andrea Carleos, Enero 2011
   

domingo, 24 de junio de 2012

El Stroheim más avaricioso


Erich von Stroheim (Viena, 1885 - Maurepas  (Francia),  1957) llegó a Hollywood en 1914 para trabajar de figurante, especialista y actor. Sus conocimientos militares –debido a los estudios que cursó en la Academia Militar de Viena– le fueron muy útiles para convertirse en ayudante de dirección. Durante la Primera Guerra Mundial encarnó a malvados oficiales prusianos, convirtiéndose en un afamado actor, pero, principalmente, es recordado en el mundo del espectáculo por su protagonismo en un anuncio en el que se presentaba con la frase: "este es el hombre al que le gustaría odiar".


Se decantó por la labor de dirección luego de trabajar como actor y auxiliar de David W. Griffith en El nacimiento de una nación e Intolerancia (1916). Para ello convenció al productor Carl Laemmle, el creador de la Universal, para que le permitiera ser el guionista, productor y protagonista de Corazón olvidado, película en la que se inicia su interés por el naturalismo –con el que siempre se lo ha relacionado a lo largo de su obra– y por los personajes complejos. Luego de dirigir La ganzúa del diablo –la primera película que no protagonizará el mismo–, comenzaron sus problemas. Terminó el filme Esposas frívolas otorgándole una duración de cuatro horas, a lo que el director de producción, Irving Thalberg, se opuso, obligándolo a reducir su duración a la mitad; para luego, durante la grabación de Los amores de un príncipe ser despedido por falta de entendimiento con el equipo. Así, Erich von Stroheim se convirtió en el primer director en ser despedido de la historia del cine.

Aún así, la Goldwin decidió participar en la producción de Avaricia en 1923. Durante el largo período que duró el  rodaje del film, la Goldwyn estableció su unión con la Metro Corporation. El productor con el que había chocado fuertemente en la Metro, Irving Thalberg, volvió y, de nuevo, se produjo otro enfrentamiento entre productor y director, ya que Thalberg obligó a Stroheim a reducir el metraje de la obra (de las nueve horas montadas originalmente por el director) a las dos horas finales. Erich von Stroheim no quiso volver a ver esa obra tras el cambio sufrido. En compensación por ello Thalberg le dio carta blanca para rodar La viuda alegre, versión muda de la famosa opereta de Victor Leon y Leon Stein, siendo una de las pocas producciones en las que no metieron mano los productores. Después de esto, fue contratado por la Paramount para realizar La marcha nupcial, pero su extensa duración hizo que los problemas volvieran. Su actividad como director acabaría a los cuarenta y ocho años con  ¡Hola hermanita!, su única producción sonora, la cual lo llevó de nuevo a los problemas con las productoras y finalmente al olvido por parte de las mismas.


Posiblemente, fue su sentido naturalista y la idea de la transposición de una serie de personajes y situaciones que se desligan de cualquier concepción moral, lo que más atrajo a Erich Von Stroheim de la pieza de Norris, puesto que su adaptación es una traslación directa, casi párrafo por párrafo, de McTeague.


El primer montaje que se hizo y que llegó a proyectarse a un número muy concreto de personas (entre los que se encontraba Irving Thalberg) tenía nueve horas de duración lo que no acababa de convencer a los mandamases. Defendida con uñas y dientes por su director, el film fue remontado por Rex Ingram, haciendo una fuerte reducción en el metraje y dejándolo en aproximadamente unas cinco horas. Sin embargo, Thalberg viendo el producto todavía inviable para su comercialización, ordenó a June Mathis una nueva reducción quedándose, en las poco más de dos horas con las que ha sobrevivido.

Su sinopsis podría ser presentada desde el punto de vista de McTeague (Gibson Gowland) un hombre pobre que aspira a acumular riquezas y conseguir todo aquello que se propone, entre lo que se encuentra conquistar el corazón de Trina (ZaSu Pitts), la mujer de la que se enamoró en el mismo instante en el que se la presentó su amigo Marcus (Jean Hersholt). El joven McTeague, con el tiempo y su esfuerzo se convierte en un reputado dentista de San Francisco. Allí conoce a su mejor amigo, Marcus, quien llega a ser para él como su hermano, y se casa con la bella y bondadosa Trina. Sin embargo, la infelicidad acabará cayendo sobre McTeague, justo cuando su existencia parece encaminarse a la plenitud. A Trina le toca la lotería y, debido a ello, cambia radicalmente su personalidad, transformándose en una mujer grotescamente avara que empieza a esconder su dinero de los ojos de su propio marido. La llegada del dinero va a destrozar para siempre las vidas de los tres y las va a precipitar en un pozo de avaricia sin fondo. Con este filme, Stroheim realiza un retrato a cerca de la codicia del ser humano y sobre la miseria a la que le puede conducir un exceso de avaricia.


Avaricia, se convierte en un ejemplo paradigmático de adaptación cinematográfica. Salvo la presentación del primer bloque, que se centra en la vida de McTeague en la mina y que en la novela se narra mediante retrospectivas, la película opta por un seguimiento concienzudo de todo lo expuesto por Norris, sin apenas variar situaciones, espacios o personajes. Al contrario, Stroheim hace suyos hasta los detalles más mínimos de la escenografía mostrando una gran capacidad simbiótica, ya que éstos aparecen tan próximos a la fuerte personalidad y al drástico carácter del cineasta como al universo de su narrador literario. Avaricia, por lo tanto, sigue los pasos esenciales de la novela llevados a la representación audiovisual.

El aspecto del fatum, quizá se encuentra algo más limitado en el film que en la representación literaria, ya que Stroheim no busca juzgar a sus personajes y los muestra desde sus distintos extremos, no para que sea el espectador los juzgue, sino para que éste se vea nítidamente reflejado y así pueda lograr una completa identificación. Lo que parece interesar más al realizador es la correlación simbólica, por momentos fuertemente cínica, entre los distintos elementos que conforman las imágenes; por ejemplo a través de la secuencia de la boda entre McTeague y Trina en la que al fondo podemos ver un cortejo fúnebre con el que, más que realizar una premonición de lo que va a suceder en el futuro, sirve como contrapunto de la felicidad del dentista, quien cree estar viviendo su momento más feliz, cuando, en realidad, está dando paso a la ruptura de una rutina con la que sí había llegado a conseguir la felicidad. Del mismo modo, la secuencia final de la obra, con Marcus y McTeague encadenados en el Valle de la Muerte muestra la amistad pretérita de los personajes a través de la forzada unión, ya que en ese momento el sentimiento que los une es el de un profundo odio. Esta secuencia intercala el humor negro con la tragedia, recordándonos la frase que Marcus le dice a McTeague al comienzo de la historia: "Amigos hasta el final". O bien, desde otra banda, a través del uso de la figura animal, donde el gato representa a Marcus y los periquitos al matrimonio de Trina y McTeague. Trina se siente encerrada en su jaula, vigilada por su marido, mientras Marcus está al acecho de los pájaros, celoso de la fortuna que posee su amigo.

Otro de los aspectos que acercan y, a la par, distancian la película de la novela es la progresión dramática con la que se van desenvolviendo los distintos personajes. Si en el relato de Norris todo nos lleva a pensar que la perversión y la realización de los actos más crueles se halla dentro de los protagonistas desde el inicio de su existencia, en Stroheim esto queda no queda tan claro.

La evidencia más obvia se encuentra en el personaje de Trina, interpretado por la actriz Zasu Pitts. La dosificación de la transformación de su personaje está calculada casi al milímetro. Su conversión desde un ser tímido, prototipo de la inocencia que tanto venera McTeague, al monstruo codicioso que se nos presenta en el último bloque del filme, no se lleva a cabo de forma drástica ni atendiendo a un punto de giro determinante sino que se muestra de forma paulatina mediante los gestos de composición interpretativa de la actriz –centrado sobre todo en el uso de los ojos: casi entornados al principio de la obra, se van abriendo a lo largo de la película hasta aparecer totalmente desorbitados al final–. Stroheim, por tanto, se aleja, en cierta medida, del tratamiento de caracteres efectuado por Norris, pero no deja de ser fiel al espíritu del relato ya que su mirada sobre los personajes, generalmente, se enlaza o se complementa con la del escritor.


En Avaricia encontramos rasgos surrealistas, simbolistas, expresionistas, realistas,  impresionistas… Billy Wilder ya se lo dijo a Stroheim: “Su problema fue el de adelantarse diez años a su tiempo”. A lo que él le respondió lo que todos ya sabemos: “Veinte años, veinte”.

*Andrea Carleos, Mayo 2011